Los problemas alimentarios no aparecen de forma aislada ni repentina. Suelen ser la expresión visible de conflictos emocionales más profundos, de una relación compleja con el propio cuerpo y de una forma particular de regular el malestar. Hablar de problemas alimentarios implica ir más allá de la comida y del peso, y comprender qué función psicológica cumple la conducta alimentaria en la vida de la persona.
En muchos casos, la alimentación se convierte en un lenguaje emocional. Cuando faltan recursos para identificar, expresar o sostener determinadas emociones, el cuerpo pasa a ocupar ese lugar. Comer en exceso, restringir la ingesta o alternar periodos de control y descontrol puede funcionar como una forma de regulación emocional, proporcionando alivio momentáneo frente a la ansiedad, la tristeza, la rabia o el vacío. El problema es que este alivio es transitorio y suele ir seguido de culpa, vergüenza o mayor malestar, reforzando el círculo.
La relación con la comida también está profundamente influida por la imagen corporal. Vivimos en una cultura que valora el cuerpo como carta de presentación y medida de éxito personal. Esta presión constante puede generar una autoevaluación basada casi exclusivamente en el aspecto físico. Cuando la autoestima se apoya de forma rígida en el cuerpo, cualquier cambio en el peso o la apariencia se vive como una amenaza a la propia valía, intensificando conductas de control alimentario.
Otro elemento central es la necesidad de control. En contextos vitales donde la persona se siente desbordada, impotente o sin capacidad de decisión, la comida puede convertirse en el único ámbito donde ejercer control. Decidir qué se come, cuánto y cuándo puede generar una sensación de orden y dominio frente al caos externo o interno. Sin embargo, este control suele ser frágil y extremo, y termina volviéndose contra la persona, aumentando la rigidez y el sufrimiento.
Los problemas alimentarios también están vinculados a la autoexigencia y al perfeccionismo. Muchas personas con este tipo de dificultades presentan estándares internos muy elevados y una tendencia a valorarse en función del rendimiento y el cumplimiento de normas estrictas. La alimentación pasa entonces a regirse por reglas inflexibles de “bien” y “mal”, donde cualquier desviación se vive como un fracaso personal, no como una experiencia humana normal.
Es importante señalar que estos problemas no responden únicamente a una cuestión de voluntad. Reducirlos a “comer mejor” o “tener más fuerza” invisibiliza su complejidad psicológica y puede aumentar la incomprensión y el estigma. Los problemas alimentarios son multifactoriales: intervienen aspectos emocionales, relacionales, familiares, sociales y, en algunos casos, biológicos. Por ello, requieren una mirada amplia y cuidadosa.
El entorno juega un papel relevante. Comentarios aparentemente inofensivos sobre el cuerpo, la comida o el peso pueden reforzar la idea de que el valor personal está condicionado a la apariencia. Además, en algunas historias vitales, la comida ha estado ligada al afecto, al premio o al castigo, dificultando el desarrollo de una relación neutral y flexible con la alimentación.
La recuperación no consiste únicamente en normalizar la ingesta, sino en reconstruir la relación con la comida y con uno mismo. Implica aprender a identificar las propias emociones, desarrollar formas más saludables de gestionarlas y construir una autoestima menos dependiente del cuerpo. Este proceso suele requerir acompañamiento profesional, ya que remover estas dinámicas puede generar miedo y resistencia.
Hablar de problemas alimentarios es, en el fondo, hablar de una búsqueda de alivio, de control y de reconocimiento. Escuchar lo que hay detrás de la conducta alimentaria permite pasar del juicio a la comprensión. Solo desde ahí es posible iniciar un camino de cambio que no se base en la lucha contra el cuerpo, sino en el cuidado y el respeto hacia la propia experiencia emocional.
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