En la sociedad contemporánea, marcada por la hiperproductividad y la constante exigencia de resultados, el vacío existencial se ha convertido en un fenómeno cada vez más extendido, aunque no siempre visible. Lejos de tratarse únicamente de una crisis individual, este vacío tiene raíces estructurales que se insertan profundamente en la lógica cultural del rendimiento. La promesa moderna de autorrealización a través del trabajo, el éxito y la eficiencia se presenta como una fuente de sentido, pero, en muchos casos, termina por erosionar los cimientos mismos de la identidad.
El término “sociedad del rendimiento” ha sido desarrollado por filósofos como Byung-Chul Han para describir una era en la que el sujeto ya no está oprimido por un poder externo que impone normas, sino que se autoexplota en nombre de la libertad. El individuo, convertido en “emprendedor de sí mismo”, internaliza la obligación de ser siempre mejor, más rápido, más productivo. El deber se transforma en un imperativo de optimización constante, y el fracaso no se atribuye al sistema, sino al individuo. Esta lógica, que aparentemente empodera, termina generando ansiedad, fatiga, y en última instancia, una desconexión profunda con el propio deseo.
En este marco, el vacío existencial no es simplemente una sensación de tristeza o desorientación pasajera, sino la vivencia de una carencia estructural de sentido. Muchas personas, al alcanzar metas que supuestamente deberían generar satisfacción —un ascenso laboral, una agenda repleta, reconocimiento en redes sociales— descubren una ausencia interior difícil de nombrar. Lo que se prometía como plenitud se revela como simulacro. La vida, reducida a tareas, métricas y rendimiento, pierde su espesor simbólico.
Una de las paradojas más agudas de la sociedad del rendimiento es que convierte la libertad en una carga. Se nos dice que podemos ser lo que queramos, pero se nos exige que siempre elijamos el camino más rentable, más visible, más validado por los demás. Esta presión puede llevar a una desconexión con la autenticidad, con lo que verdaderamente se desea. Así, muchas decisiones se toman más por miedo al estancamiento o al juicio ajeno que por deseo genuino. El resultado es una vida dirigida hacia objetivos exteriores que no siempre se corresponden con una búsqueda interna de significado.
Además, el tiempo se ha transformado en un recurso a explotar. El descanso, el aburrimiento, la contemplación, momentos históricamente ligados a la reflexión existencial, son ahora vistos como improductivos o incluso culpables. El ser humano contemporáneo ha perdido el derecho al no-hacer. En este escenario, no sorprende que muchos experimenten una sensación de alienación incluso en medio de vidas aparentemente exitosas. Sin espacios para la pausa ni vínculos profundos que no estén mediados por la utilidad, el sujeto queda atrapado en una rueda de tareas que le impide preguntarse quién es o qué quiere realmente.
El vacío existencial, por tanto, no debe ser interpretado exclusivamente como un síntoma individual, sino como un síntoma cultural. No se trata de una patología personal que deba corregirse mediante una mayor motivación o productividad, sino de una señal de alerta sobre una forma de vida que ha perdido la capacidad de conectar con lo esencial. En lugar de buscar cómo llenar ese vacío con más actividad o consumo, podría ser más sensato detenerse y escuchar lo que ese vacío intenta comunicar.
Volver a encontrar sentido en un mundo saturado de estímulos y exigencias no es una tarea sencilla, pero sí urgente. Requiere reaprender a estar con uno mismo, recuperar el valor del silencio, del tiempo no programado, del vínculo humano no utilitario. Supone también resistir a la lógica de la eficiencia como medida última del valor personal. En última instancia, implica reconocer que la existencia tiene una dimensión que escapa al rendimiento, que no puede ser cuantificada ni optimizada.
El vacío existencial, lejos de ser un enemigo a evitar, puede convertirse en una puerta hacia lo verdaderamente humano. Allí donde la productividad no alcanza, puede surgir el espacio para la pregunta, para la vulnerabilidad, para el deseo genuino. Y quizás, en esa grieta que se abre entre el hacer constante y el ser auténtico, podamos empezar a imaginar otras formas de habitar el mundo, más lentas, más conscientes, más vivas.
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