Un ataque de pánico es, en esencia, una emboscada del miedo. Llega de forma repentina, intensa, y en muchos casos sin una causa evidente. Para quien lo experimenta, el ataque de pánico no es solo ansiedad. Es la sensación, profundamente real, de que algo terrible está a punto de suceder: un desmayo, un infarto, la pérdida de control o incluso la muerte.
Desde la psicología, los ataques de pánico se comprenden como episodios agudos de ansiedad extrema, en los que el cuerpo activa sus mecanismos de alerta ante una amenaza que, en realidad, no está presente. El corazón se acelera, la respiración se agita, aparece el mareo, el sudor frío, las náuseas, la sensación de ahogo. Para el cerebro, es como si el cuerpo estuviera bajo un ataque físico inminente, aunque no haya peligro real.
Lo más desconcertante es que los primeros ataques suelen aparecer «de la nada». Estás en medio de una reunión, conduciendo, caminando por la calle, e inesperadamente todo tu sistema nervioso entra en estado de alarma. Esta experiencia es tan intensa que muchas personas, tras su primer ataque de pánico, acuden a emergencias creyendo que están sufriendo un problema médico grave.
A nivel psicológico, los ataques de pánico pueden tener múltiples raíces. A veces son consecuencia de un estrés acumulado, que ha estado cocinándose a fuego lento hasta desbordar el sistema emocional. Otras veces aparecen tras un evento traumático, una pérdida significativa o una etapa de cambios intensos. También hay factores de vulnerabilidad biológica y aprendizaje: personas que han crecido en entornos muy ansiosos o que han vivido situaciones impredecibles tienden a ser más sensibles a desarrollar este tipo de episodios.
Uno de los elementos más dolorosos de los ataques de pánico es el miedo al propio miedo. Quien ha tenido un ataque suele desarrollar un temor persistente a que vuelva a ocurrir. Este temor puede condicionar gravemente la vida diaria: se evita salir solo, viajar, estar en lugares concurridos o cerrados. Así se entra en un círculo vicioso: el miedo anticipatorio alimenta la ansiedad, y la ansiedad alimenta nuevos ataques.
En psicología clínica se sabe que la evitación, aunque da un alivio momentáneo, refuerza el problema a largo plazo. Cuanto más se evitan las situaciones temidas, más grande y poderosa se vuelve la ansiedad. Por eso, una parte crucial del tratamiento de los ataques de pánico implica recuperar la confianza en la propia capacidad de tolerar la incomodidad.
La terapia cognitivo-conductual ha demostrado ser especialmente eficaz. A través de ella, se trabaja en identificar los pensamientos catastróficos que acompañan al pánico («voy a morir», «voy a volverme loco») y se aprende a reemplazarlos por interpretaciones más realistas. También se utilizan técnicas de exposición gradual para enfrentar de manera segura las situaciones temidas, y métodos de regulación corporal, como la respiración diafragmática, para enseñarle al cuerpo que no está en peligro.
Una de las enseñanzas más poderosas para quien atraviesa ataques de pánico es entender que un ataque, por más intenso que sea, es siempre temporal. El cuerpo no puede sostener ese nivel de activación indefinidamente. Saber que el ataque pasará —que no es mortal, que no implica locura, que es solo una reacción de alarma mal calibrada— es el primer paso para desactivar su poder.
También es importante desterrar el mito de que el pánico es un signo de debilidad. No lo es. El pánico es una respuesta biológica, profundamente humana, que a veces se dispara en ausencia de amenazas reales. Le puede pasar a cualquiera: a personas fuertes, exitosas, resilientes. La diferencia no está en «ser valiente» o «ser frágil», sino en cómo se decide enfrentar la situación una vez reconocida.
En muchos casos, superar los ataques de pánico implica hacer una revisión más profunda de la vida. Preguntarse: ¿qué he estado ignorando? ¿Qué emociones no he querido sentir? ¿Qué partes de mí mismo he dejado de lado? Porque a veces el pánico no es solo miedo al miedo: es también la señal de un alma que necesita atención, cambios, cuidado.
Buscar ayuda profesional no es un signo de derrota, sino de coraje. Atravesar el proceso terapéutico permite no solo manejar los ataques de pánico, sino también crecer a través de ellos. Aprender a estar presente en el cuerpo, a gestionar el estrés, a cuidar la mente como se cuida el cuerpo.
Finalmente, hay un mensaje profundo en el camino de quien enfrenta los ataques de pánico: el miedo no es el enemigo. Es una parte de nosotros que, cuando se escucha con respeto y se comprende, puede transformarse. Lo que parece una ruptura es, a veces, el inicio de una forma nueva de vivir: más consciente, más libre, más en paz.
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