Cuidar a otros es una tarea profundamente humana. Escuchar, acompañar, sostener, aliviar el dolor ajeno… son actos que muchas veces nacen del amor, la vocación y el compromiso ético. Pero también pueden convertirse, con el tiempo, en una fuente silenciosa de desgaste. En el caso de los profesionales sanitarios —médicos, enfermeros, psicólogos, auxiliares, terapeutas y otros— este desgaste tiene un nombre: fatiga por compasión.

Este fenómeno, poco visibilizado hasta hace poco, describe una forma particular de agotamiento emocional que afecta a quienes, en su labor cotidiana, están en contacto directo con el sufrimiento humano. A veces se confunde con el “burnout” (síndrome de desgaste profesional), pero tiene características distintas. Aquí no se trata solo de estar sobrecargado, sino de lo que pasa internamente cuando uno asiste una y otra vez a experiencias de dolor, trauma o pérdida.

¿Qué es la fatiga por compasión?

La fatiga por compasión es una respuesta emocional natural y acumulativa que puede surgir al exponerse de forma sostenida al sufrimiento de los demás. Afecta especialmente a quienes ejercen profesiones de ayuda y cuidado, como los sanitarios, que están constantemente disponibles para brindar apoyo físico y emocional a pacientes en estados de vulnerabilidad.

No es un signo de debilidad ni de falta de vocación. De hecho, suele aparecer precisamente en personas muy empáticas, comprometidas y sensibles al dolor ajeno. El problema no está en la compasión en sí, sino en lo que ocurre cuando no hay tiempo, recursos o espacio para procesar lo que se vive en el día a día.

Señales de alerta

La fatiga por compasión no aparece de un día para otro. Es un desgaste progresivo que muchas veces pasa desapercibido hasta que se vuelve difícil de manejar. Algunas señales pueden ser:

  • Cansancio emocional extremo, incluso después de descansar.

  • Irritabilidad o apatía, tanto en el trabajo como en la vida personal.

  • Dificultades para conectar emocionalmente con los pacientes o con uno mismo.

  • Despersonalización, sentir que se actúa en piloto automático.

  • Sentimientos de culpa o impotencia por no poder hacer “lo suficiente”.

  • Tristeza persistente, pérdida de sentido o desmotivación profesional.

  • Problemas para dormir, dolores físicos, alteraciones del apetito.

También puede haber un alejamiento de los propios vínculos, una pérdida del placer en las actividades cotidianas o una sensación de vacío existencial.

¿Por qué ocurre?

La fatiga por compasión ocurre cuando el dar se vuelve crónico y no hay espacio para recibir. Cuando el profesional está expuesto a situaciones de dolor intenso —muertes, diagnósticos terminales, sufrimiento psíquico, violencia— sin el tiempo o el apoyo necesario para procesarlo. Cuando cuidar al otro no incluye cuidarse a uno mismo.

En muchos entornos sanitarios, las condiciones laborales precarias, la sobrecarga asistencial, la falta de reconocimiento y la presión constante agravan el cuadro. La cultura del “aguante” y la idea de que “el paciente es lo primero” muchas veces refuerzan la idea (inconsciente) de que el propio bienestar es secundario o egoísta.

Y sin embargo, nadie puede cuidar bien durante mucho tiempo si no se cuida a sí mismo.

El impacto silencioso

Una de las grandes dificultades de la fatiga por compasión es que, al no ser reconocida ni nombrada, se vive en soledad. Muchos profesionales no hablan de lo que sienten por miedo a ser vistos como “débiles”, “menos capaces” o “insensibles”. Pero lo cierto es que hablar del impacto emocional del trabajo asistencial no solo es legítimo, sino necesario.

El desgaste no tratado puede derivar en trastornos del estado de ánimo, ansiedad, aislamiento, consumo de sustancias o abandono de la profesión. Pero incluso antes de llegar a esos extremos, puede tener efectos en la calidad de la atención, la toma de decisiones clínicas, la relación con los pacientes y la salud física y mental del profesional.

¿Cómo prevenirla y abordarla?

No hay recetas mágicas, pero sí algunas claves importantes:

  • Reconocerla: el primer paso es poder identificar que lo que uno siente tiene un nombre, una causa y que no es culpa personal.

  • Pedir ayuda: hablar con colegas, supervisores o acudir a terapia puede ser una vía para procesar lo vivido, encontrar sostén y trabajar las emociones que emergen.

  • Autocuidado consciente: no se trata solo de dormir bien o comer sano (aunque eso ayuda), sino de preguntarse con honestidad: ¿Qué necesito para sentirme mejor? ¿Qué espacios me permiten volver a mí?

  • Límites saludables: aprender a poner límites, no solo al entorno laboral, sino también a las propias exigencias internas. Saber que no se puede con todo, y que eso no te hace menos profesional.

  • Redes de contención: cultivar vínculos fuera del trabajo, espacios de ocio, descanso y conexión con lo vital.

  • Formación emocional: incorporar herramientas de inteligencia emocional y regulación afectiva como parte de la formación continua de los sanitarios.

Cuidar a quienes cuidan

La fatiga por compasión no se resuelve solo con “más fuerza de voluntad”. Requiere comprensión, políticas de salud mental institucional, espacios de supervisión y acompañamiento profesional. Es urgente que los sistemas de salud dejen de romantizar el sacrificio y empiecen a ver el bienestar del personal como parte esencial de una atención de calidad.

Porque cuidar a quienes cuidan no es un lujo: es una necesidad ética, humana y social.

En resumen

La fatiga por compasión no es un fallo del profesional, sino una consecuencia lógica de estar demasiado tiempo sosteniendo el dolor de otros sin espacio para procesar el propio. Reconocerla es el primer paso para prevenirla y tratarla. Cuidarse no es dejar de cuidar, es hacerlo de forma sostenible, amorosa y humana. Porque solo quien se cuida puede cuidar de verdad.

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